Entre los libros católicos de mayor tiraje y venta actualmente en Argentina aparecen, sin dudarlo, aquellos que llevan la firma del monje benedictino Anselm Grün.
Al mismo tiempo, un reconocido psicoanalista discípulo de Freud llamado C. G. Jung ha sido quien, al decir congratuladamente del mismo Grün, le “brindó confianza” en su camino espiritual e influyó notablemente en la elaboración de su teología. Por eso para conocer a fondo -tal como pretendemos en estas pocas páginas- el pensamiento del monje alemán será necesario urgar primero en las ideas fundantes de Jung en lo que atañe a la teología. Sólo así se nos hará posible entender más claramente las afirmaciones y conclusiones de Grün, que, como veremos, no son más que proyecciones en el campo de la teología católica de las tesis del psicoanalista gnóstico.
I. CARL GUSTAV JUNG[1]
1. Relativismo religioso
Veamos algunas frases disparadas por Jung
[2]:
“Si yo dijera «creo en tal o cual Dios» esto sería insignificante; (...) mis modelos psicológicos de comprensión están fuertemente apoyados por las representaciones colectivas de todas las religiones y no veo porqué una confesión debería poseer la verdad, única y perfecta”.
Indicar las Tres personas de la Trinidad no hacen
“más que indicar la existencia de un arquetipo activo que no opera en la superficie [sino en el inconsciente] y permite de esta forma a las Tríadas constituirse”.
Para Jung la Trinidad cristiana es el símbolo arquetípico que encuentra representaciones análogas en otras civilizaciones, tales como la babilónica, la egipcia y la platónica. Según él la revelación consiste en
“una disposición que entra en acción en un momento determinado de la evolución del espíritu humano disponiendo los datos de la conciencia en figuras particulares; dicho de otro modo, ordenando las representaciones divinas en tríadas y trinidades”.
“Los Padres [de la Iglesia] que han elaborado el dogma de la Trinidad no lo han hecho consciente y voluntariamente, sino bajo la influencia inconsciente del arquetipo que, en otras épocas y en otras civilizaciones, ha dado lugar a otras expresiones simbólicas de forma triádica”.
Vale decir: como la Trinidad no es real sino que “representa” una concepción divina particular formada en un determinado momento histórico-cultural y no por eso más importante que otras concepciones religiosas -concebidas en otras circunstancias-, su auténtica consistencia onto-psicológica universal sería, para Jung, el hecho de que el Dios cristiano muestra de un modo nuevo -aunque no superior- la misma realidad que de otro modo se revela en otras religiones. He aquí su definición de Dios:
“Para mí [Dios] es la energía psíquica en general, la líbido quien crea la imagen de la divinidad utilizando los modelos arquetípicos, y el hombre en consecuencia rinde honor a la fuerza activa en él. Llegamos así a la conclusión de que la imagen de Dios sería ciertamente un fenómeno real, pero en primer lugar subjetivo”.
“La figura de Dios es en primer lugar una imagen psíquica, un complejo representativo de naturaleza arquetípica que la fe identifica con un «ens» metafísico”.
Lo que ha hecho el cristianismo, argumenta, fue ordenar en la conciencia en forma de tríada (P-H-E.S.) el material inconsciente, y tal proyección a la esfera de la conciencia puede representar, dice Jung, las distintas etapas del desarrollo de un individuo: así el Padre representa el estado de conciencia en el cual todavía se es un niño y no se percibe la autonomía; el Hijo es el estado en donde hay diferenciación respecto del Padre y mayor independencia, es el Sí-Mismo que incluye en sí tanto lo conciente como lo inconsciente, la infancia y la madurez; y el Espíritu Santo es, dice, el estado en el que la conciencia, alcanzando un nivel de máxima autonomía, se siente apta para alcanzar la paternidad junto con la filiación; donde la persona ya se siente capaz de llegar a ser, además de hija, padre o madre. El Dios cristiano es para Jung una proyección de la psique evolutiva; y por lo tanto un invento humano.
“Toda imagen de Dios es más o menos antropomórfica”,
escribe Jung, tal como lo dijeran Feuerbach, Marx y su maestro Freud.
Adviértase que en tal planteo la trascendencia se hace inmanencia desde el momento en que Dios deviene una proyección psíquica, y la gracia, energía sublimada del material libidinoso.
2. Cuaternidad divina
Jung rechaza la definición patrística del mal como privatio boni, privación de bien. El mal puro, decimos los cristianos, no existe, así como tampoco existe la nada: “la nada nada es”. Sin embargo constatamos a diario el mal del mundo por lo que nos vemos obligados a decir que todo mal posee algo de bien en cuanto que es ser, en cuanto que es un cierto acto. La falta de actualidad o perfección ontológica (en todos los seres) y moral (en los seres libres) hace que ese ser particular adquiera características negativas, se haga imperfecto, malo, aunque no absolutamente. Pues bien, Jung rechaza esta noción de mal porque dice que si hablamos judicialmente de algo como “bueno” significa que también deberíamos hacerlo, en un mismo plano óntico, al referirnos a lo “malo” como tal. Si el bien es acto, el mal también lo es. De lo contrario la oposición mal-bien es una concesión lingüística abusiva al colocar los términos del binomio en un mismo nivel ontológico, siendo que, según tradicionalmente se ha enseñado -dice críticamente Jung- el bien posee mucha más realidad óntica. Para hacer justicia al uso de las palabras y a la certeza de los juicios al hablar de cosas “malas” lo mismo que de las “buenas”, el psicoanalista propone conferir sustancialidad metafísica al mal, lo mismo que hacemos respecto del bien. Es decir, que si el bien es sustancial también lo debe ser el mal. De lo contrario
“el bien se tornaría fantástico puesto que no se defendería contra un adversario real, sino solamente contra una sombra, contra una «privatio boni» “.
Jung cree que la figura cristiana del Diablo (de bondad ontológica, por ser criatura, pero sin bondad moral) es esta figura de la cual él habla. Sin embargo a esta cualidad positiva que el Diablo tiene por ser criatura de Dios, y por tanto metafísicamente buena, el psicoanalista le confiere bondad moral, confundiendo así el plano del ser con el del hacer, o el del acto primero con el del acto segundo. El Diablo es bueno, porque el Diablo en definitiva no es otro que una imagen o rostro de Dios, de su misma categoría.
“Esto conducirá directamente a ciertas concepciones gnósticas según las cuales el Diablo o Satanás sería el primer hijo de Dios, mientras que Cristo sería el segundo. Como otra consecuencia lógica, tendríamos la supresión de la fórmula trinitaria que sería reemplazada por una cuaternidad”.
Jung resucita “concepciones gnósticas”. Recordemos que la herejía gnóstica, muy fuerte en los primeros siglos del cristianismo, defendía entre otras cosas la idea de un doble principio de igual entidad y poder, el dios del bien por un lado y el dios del mal por otro. Incluso llegaban a identificar al primero con la idea de dios del Nuevo Testamento y al malo con la imagen que de él nos ofrece el Antiguo.
Este dualismo gnóstico y luego maniqueo hará creer que el mal está en el bien, y que Dios -que ahora comparte su poder con una fuerza negativa- es al mismo tiempo su propio adversario.
“La especulación religiosa no ignora en modo alguno el doble aspecto del Padre. (...) La unidad primera de los contrarios se reconoce en la unidad primera de Satán con Yahvé”.
Dios es por tanto una realidad dialéctica, una complexio opossitorum, una unión de los contrarios. Se ve aquí el influjo del idealismo hegeliano en Jung. Para Hegel, como para nuestro psicoanalista, el alma del mundo y el motor de toda la realidad -Dios inclusive- es la necesidad de la contradicción, y por tanto de la negación y de la muerte. El mal moral (pecado) ya no es un obstáculo para la comunión con Dios, porque en la misma unidad “Satán es lo mismo que Yahvé”.
3. Cristo
Teniendo Satán su lugar propio en el seno del Padre, comparte la filiación con Cristo, “hijo segundo de Dios”. La separación entre Cristo y Satán ocurre, dice Jung, en la Encarnación. Separación que no suprime la equivalencia, porque mientras que Cristo encarna lo Luminoso de Dios, el Diablo asume su parte oscura. Cristo es una proyección psicológica del Sí-Mismo del ser humano, es decir, de la totalidad de la persona: conciencia e inconsciencia, bondad y maldad, luz y oscuridad, gracia y pecado. Para conocer a Cristo
“es necesario entonces que nazca del otro lado [de Cristo] un elemento malo, «chtoniano», a saber, el anticristo”,
que es la parte indisociable de Jesús, su otra mitad, su sombra necesaria.
Respecto de la historicidad de Cristo Jung se muestra muy poco preocupado:
“No sabemos hasta qué punto esta imagen corresponde a la realidad histórica. Si era el Logos y el Cristo eternamente viviente, nosotros no lo sabemos. De todas formas no tiene importancia, ya que la imagen del hombre-Dios está viva en cada uno de nosotros y encarnada (esto es, proyectada), en el hombre de Jesús, a fin de manifestar su forma visible para que los hombres puedan reconocer en él su propio «homo» interior, su propio Sí-Mismo”.
Cristo es, lo vemos, la encarnación de la proyección del Sí-Mismo, un evento no histórico sino psíquico; de allí que los sucesos narrados sobre su vida son, por la misma razón, de carácter no-histórico. La resurrección, por ej., es un “acontecimiento psicológico”, en cuanto que
“expresa el hecho de que nuestra totalidad psíquica [el Sí-Mismo] se extiende más allá de los límites del espacio y del tiempo”.
Porque nada sabemos de la historicidad de Jesucristo a causa de su causa no histórica sino psicológica, en cuanto encarnación de aquello de una parte (la parte luminosa) que abarca la totalidad psíquica de la persona, y porque además Jesús es para los cristianos la representación heroica, tal como en otras culturas se concibió de manera mitológica la imagen arquetípica del héroe, Cristo terminará siendo alguien no muy distinto de Mitra, Phenix, Mana o Mercurio, distintas expresiones particulares concientes de una misma actividad arquetípica inconsciente subyacente en el sustrato psicológico de toda la humanidad, llamado “inconsciente colectivo”.
“Jesucristo se ha convertido en esta figura colectiva que aguarda el inconsciente contemporáneo, y he aquí porqué es vano [saber] quién es él y cómo es en realidad”.
Cristo no es, sino que simboliza o representa. Representa una realidad antropológica que en otras culturas y civilizaciones ha adoptado otra denominación, llámese Osiris, Fénix, Mitra, Adonis o Mana, por ej. La imagen arquetípica del “héroe”, presente en todas las religiones en cuanto proyección del inconsciente de la humanidad, tiene su paralelo no menos subjetivo en la persona de Jesús.
Ahora bien: Cristo, sin embargo, no es para Jung un arquetipo más de los tantos que ofrece el inconsciente colectivo. Él es la encarnación de una parte del Sí-Mismo. ¿En qué consiste este Sí-Mismo?. Según Jung, esta realidad representa la totalidad del hombre, que incluye tres partes: el yo conciente, el inconsciente individual y el inconsciente colectivo (dentro del cual se hallarían los distintos arquetipos y que manifiesta lo más trascendente y perfecto del hombre). Siendo totalidad absoluta, el Sí-Mismo comprende tanto lo luminoso como lo tenebroso. Lo primero tiene su representación visible en Cristo mientras que lo oscuro, no del todo distinto de la luz, pertenece al Anticristo.
Dado que Cristo sólo asume una parte del Sí-Mismo (lo positivo), Él, dice Jung, no es total, no es perfecto sino que más bien es una proyección o imagen menos acabada de una realidad total o divina, el Sí-Mismo. El hombre ya no es imagen de Dios, sino que, al contrario, Dios en cuanto Hijo encarnado es una imagen del hombre, una manifestación no plena (por carecer de lo negativo) de un sustrato psíquico humano. Cristo es una proyección o “participación” imperfecta de un modelo más perfecto, el hombre. Y es imagen imperfecta ya que
“el símbolo de Cristo está privado de totalidad en tanto que no incluye el aspecto oscuro de las cosas, sino que lo rechaza expresamente como adversario luciferino”.
La imperfección de Cristo, aduce el autor, se ve en su Encarnación, al nacer de una Virgen (es decir, de alguien no manchada) y al ser concebido sin pecado original. Nótese aquí que la santidad es sinónimo de imperfección y la dialéctica (bien-mal, luz-tinieblas), en cambio, acabamiento y completud. El Sí-Mismo es unión de los contrarios y puesto que Jesús es tan sólo presencia de lo luminoso de Dios su plenitud se dará recién cuando a Él se una su contrario, el Anticristo. En ese momento tendremos la perfección y la proyección plena de la totalidad humana psíquica expresada en el Sí-Mismo.
4. La “teología negativa” tradicional y la teología negativa hegeliana y jungiana
Decíamos supra que Jung se resiste a absolutizar el cristianismo por cuanto no ve en él más que una forma de manifestación del inconsciente colectivo y sus arquetipos en un determinado momento histórico. Podríamos preguntarnos, buscando benévolamente conciliar su teología con la teología tradicional, si en tal negación de la materialidad histórica de Cristo y la revelación en cuanto realidad sensible no podríamos ver un paralelo con la teología negativa -llamada “apofática”- elaborada por los Padres de la Iglesia, sobre todo a partir de Dionisio Areopagita; ¿es lícito el paralelismo?.
Explicamos brevemente la teología negativa tradicional. Los Padres de la Iglesia al hablar de la vida mística o del itinerario espiritual del alma a Dios han insistido en la necesidad de remover toda representación sensible o imaginaria que podamos tener de Dios para llegar a lo que ellos llaman la “vía negativa”, la “nada apofática”, que consiste en la cancelación de todo lo creado (imágenes, ideas, sentimientos) cuando nos referimos a Dios para evitar caer así en una reducción de Dios a categorías humanas. Dios no es el ser, tal como conocemos sensiblemente el ser; Dios no es amor, según nuestro modo humano de experimentarlo; Dios no es la verdad, de acuerdo al modo humano de aprehenderla. Dios no es nada de esto porque todo lo que nosotros conocemos, por espiritual o elevado que sea, es limitado y finito, propio de nuestro entendimiento no divino y acotado, por los demás, a categorías histórico-sensoriales. Dios absolutamente trascendente y omnipresente está, por lo tanto, más allá de todo lo creado, más allá de toda idea, infinitamente más allá de toda humana representación. “Remover” negativamente significa, pues, negar lo finito para llegar, por vía de eminencia o de afirmación, a Dios en cuanto realidad que positivamente abarca y trasciende todas las cosas. Dios no es este ser, sino el Ser en su absoluta completud. La negación (“no es eso”) se hace finalmente suma afirmación (“es infinitamente más que eso”). Hasta aquí la teología negativa.
Pero nótese que no es esta negatividad de la “remoción” la que pretende transmitir el discípulo de Freud. Habida cuenta de la falta de fe cristiana en el autor, aquella misma fe que, al llevarnos a aceptar la historicidad de Cristo en razón de la autoridad de quien revela y en virtud de cuya aceptación no nos es lícito despojarnos del todo de tales manifestaciones históricas, so pena de perder la fe (que además de espiritual posee un contenido histórico-terrenal); habida cuenta -digo- de esta falta de fe en Jung, advierta el lector que lo que él propone es justamente todo lo contrario de la teología apofática o negativa de los santos Padres. Porque mientras que en esta lo que se busca es evitar la tentación siempre latente de reducir la trascendencia a la inmanencia, negando en Dios características sensibles para concluir en una afirmación trascendente y absoluta de la divinidad, Jung en cambio, allende a reducir lo divino a lo humano o la teología a la psicología (Cristo definido según una categoría psicológica, la del Sí-Mismo), además, y esto es lo peor, propone como camino espiritual la inclusión del elemento negativo (el no-ser o la nada) para llegar a una total identificación con la Cuaternidad (Padre, Hijo, Espíritu Santo y Satán), introduciendo la misma maldad en la divinidad. Algo del todo impensable en la teología tradicional. Porque decir, con la tradición, que “Dios no es este ser” no significa en absoluto decir que Dios o el Ser sea su contrario o su contradictorio.
5. La ética jungiana
Jung relativiza todo. Lo hace cuando habla del
“valor relativo del bien y del no valor relativo del mal”;
y cuando enseña que
“lo que es virtud para uno puede ser considerado vicio para otro, lo que es bueno para uno para otro puede ser veneno”.
Puesto que el bien es relativo no debe ser buscado con carácter de exclusividad, como tampoco el mal engloba en sí la integridad de lo absoluto. Bien y mal, santidad y pecado, Iglesia y mundo deben coexistir en el individuo y en la sociedad para lograr de esta manera la ansiada superación de los contrarios.
Este principio ético-sociológico, recordemos, es un derivado moral de su psicologismo. En efecto, como lo más absoluto y divino en el hombre es el Sí-Mismo, en el que se integra la totalidad de la persona (conciencia, inconsciencia individual y colectiva), todo proceso ético debe buscar la mayor configuración y radicalización del Sí-Mismo, para lo cual es absolutamente necesario lograr la inclusión del pecado como instancia superativa, como camino de perfección.
“La individuación comienza con la toma de conciencia de la sombra”,
y continúa con la integración del mal como parte del Sí-Mismo. Esta inclusión como fin de la individuación es algo bueno, dice Jung,
“porque nos libera del conflicto de los opuestos que sería de otro modo insoluble”.
Para liberarse del conflicto se requiere de la aceptación, la resignación y necesidad del pecado. No muy distinto a la enseñanza luterana: como la naturaleza está corrompida, sólo la redime (salvándose) aquél que la vivencia. Se trata, en síntesis, de superar el conflicto y crecer en perfección a través de la osadía de la transgresión.
II. DE JUNG A GRÜN
1. Las principales influencias literarias en Grün
El monje benedictino se siente deudor de Jung y de su doctrina:
“He leído toda la obra de C. G. Jung además de muchos otros libros de Peter Schellenbaum, John Bradshaw y Ken Wilber. Precisamente la psicología transpersonal que vincula las experiencias místicas con la psicología actual, me interesa e inspira para comprender e interpretar de una manera nueva los textos místicos” (J. PAULAS - J. SEBEK, Anselm Grün, reportaje comprometido, Bonum, Bs. As., 2003, 78).
Es decir que siguiendo a Jung y su psicoanálisis, Grün interpreta los textos de los más reconocidos autores místicos de la Iglesia, empezando por Jesucristo y la Sagrada Escritura. He aquí dos ejemplos, uno del A. T. y otro del N. T. :
“Mientras Abrahám utiliza a su mujer para conseguir un determinado objetivo, ésta no le puede dar ningún hijo. Sólo cuando tres hombres visitan a Abrahám [tres hombres misteriosos en los que la Tradición eclesial ha visto una imagen profética de la Trinidad] y le regalan su protección, queda capacitado para recibir de Sara un hijo. (...) [Hoy día] son muchos los hombres que sufren de impotencia. Abrahám necesita de energía masculina de tres hombres para hacerse fecundo. De igual modo, los hombres necesitan la comunión con hombres que les protejan, que les transmitan su propia fuerza”.
“(...) El sacrificio de Isaac por parte de su padre se puede interpretar de diversas maneras. Una interpretación sería esta: quien ordena a Abrahám sacrificar a su hijo no es Dios, sino la enfermiza imagen que Abrahám tiene de Dios. El ángel del Señor le impide el sacrificio. Le da a conocer otra imagen de Dios.
Pero la escena puede entenderse también desde un punto de vista psicológico. Desde esta perspectiva, la historia refleja la oculta tendencia de muchos padres hacia la aniquilación de su propio hijo. (...) Abrahám piensa que Dios le está pidiendo el sacrificio de su hijo. Con Dios justifica él su agresividad en relación con el hijo” (ANSELM GRÜN, Luchar y amar, San Pablo, 2006, 32-36).
Abrahám, según esta pésima lectura, es un “padre de la fe” que deja mucho que desear, porque ni es buen padre ni tiene tanta fe. En efecto, su relación con su hijo es despótica y, la que tiene con Dios, neurótica y ficticia. Por lo demás creemos que tal interpretación, además de psicologista, es poco ecuménica: ¡que no se enteren nuestros hermanos mayores que un católico trató de enfermo y desquiciado al progenitor del judaísmo!.
Vayamos a un episodio del Nuevo Testamento. En su librito “Incertidumbre” (Ed. Guadalupe, Navarra, 2003, 37-48), comentando el milagro que aparece en Mc. 9, 14-28 cuando Jesús cura, por pedido de un padre, al hijo poseído que “echaba espuma por la boca” (v. 18, 20), dice Grün que ese espíritu en realidad es la represión del hijo que no puede manifestar sus deseos de rechazo hacia su padre y cuya causa es la misma proyección de un padre hostil que transfiere hacia su hijo. Si el hijo está así es por la culpa de su padre que no lo entendió, que no lo apoyó, que no lo valoró como hijo, que no tuvo fe en él; para lo cual se apoya en el v. 24 del relato, donde reconoce el padre tener poca fe -por lo que le pide a Jesús que se la aumente-: nuestro comentarista dice que esa poca fe es en realidad la poca confianza del padre hacia su hijo.
La rigidez que padece el poseído (v. 18) es, dice, “la de quien durante años ha reprimido sus represiones” mientras que el agua y el fuego que el demonio utilizaba para acabar con él (v. 22) deben ser interpretados psicoanalíticamente: el “fuego” sería la pasión y la sexualidad y “agua” el inconsciente. Toda vez que la persona -argumenta Grün- reprime su sexualidad y la sepulta en el inconsciente, este se venga contra él, ahogándolo y quemándolo. “Esto indica -anota el monje- que aún vivimos muy inconscientemente, que no estamos en contacto con muchas cosas que viven dentro de nosotros. El inconsciente puede convertirse en una corriente devastadora en la que nos podemos ahogar”.
Otras musas inspiradoras para nuestro autor han sido teólogos vanguardistas del progresismo y filósofos como Bloch y Gadamer, marxista el primero y hermeneuta heideggeriano el segundo quien, al endiosar el lenguaje derivado de la conciencia, la cual a su vez está condicionada por la historia, termina por identificar lo real con el ser percibido en la conciencia. Como para Gadamer y los modernos hermeneutas “el modo de preguntar determina el modo de responder”, el horizonte contextual del sujeto termina siempre determinando la percepción del ser y la captación de la realidad. La verdad no existe en sí, sino en mí, y eso lo proyecto a través de mi pregunta.
“Rahner fue un autor que me interesó especialmente. Leí sus escritos y en mi examen doctoral escribí sobre él. Durante ese tiempo también leí una serie de libros psicológicos y comencé con la lectura de C. G. Jung. (...) Leí asimismo autores evangélicos. (...) También a Hans Küng[3] y a Urs von Balthasar. Me importaba más la correcta interpretación del cristianismo que las exigencias morales. Leí también a filósofos como E. Bloch y H. G. Gadamer que enriquecieron mi teología.
Con respecto a Teilhard de Chardin[4] yo no solo lo apreciaba por sus esfuerzos por vincular las ciencias naturales a la teología; también creó -a mi entender- una teología mística que tiene su fundamento en una nueva relación con la creación” (Anselm Grün, reportaje comprometido, 30-32).
Al decir Grün que le “importaba más la correcta interpretación del cristianismo que las exigencias morales” hace patente su poca estima por la moral y su mucho aprecio por la fe, bien al estilo luterano.
Dice finalmente, para rematarla, haber encontrado en la filosofía existencialista del ateo Martín Heidegger ideas que han fecundado la teología porque tal pensamiento, más que ningún otro, ha “respondido a las preguntas del hombre moderno” (cf. Ibid., 26-27).
2. Relativismo religioso
2.1 La Eclesiología de Grün
“Nunca debemos condenar o ver las cosas sólo negro sobre blanco en el sentido de que por un lado están los buenos, por el otro, los malos. La realidad siempre es más bien de varios colores” (Ibid., 156).
“La Iglesia no debe observar el arte con sus parámetros moralizadores. (...) El mundo actual -con su arte- es distinto del que querrían ciertos representantes de la Iglesia” (Ibid., 186).
Relativiza el catolicismo cuando augura que la fidelidad a la propia conciencia, más allá de cualquier religión, es camino seguro para la salvación.
“Rahner acuñó el concepto de «cristianismo anónimo». Con ello quiere significar que cada uno vive de acuerdo con su conciencia, sin importar si es ateo o si pertenece a otra religión, y puede lograr así la vida eterna. Gracia y justificación, unidad y estrecha relación con Dios, posibilidad de lograr la vida eterna solo tienen un límite en la conciencia sucia de un hombre. Y esto es precisamente lo que quiere expresarse con «cristianismo anónimo» (Karl Rahner, en Diálogo con Krauss, 54).
Hans Urs von Balthasar habla de la abundancia de la salvación que se reveló en Jesús. Y esta abundancia llevará a la perfección todo lo que hay en el mundo” [es decir, que todos finalmente se salvarán].
“La Iglesia católica no debe identificarse con la Iglesia católica romana y su estructura, sino en que lo verdaderamente católico radica en que la Iglesia está abierta para todas las experiencias espirituales, que respeta a las otras religiones con sus conocimiento y experiencias, y que quisiera incorporarlas todas a la plenitud que Cristo representa para ellas.
No es la Iglesia la plenitud. Nosotros, los cristianos, no debemos colocarnos por encima de los demás. Ya que somos tan humanos, pecadores, limitados, como los demás representantes de las otras religiones. No necesariamente somos mejores personas que los demás”.
“Ni el cristianismo en su figura histórica ni la Iglesia pueden pretender absolutidad”.
“Como cristianos, no tenemos la verdad absoluta. Absoluto es solo Jesucristo. Pero nuestra forma de hablar de él no representa la plenitud que él representa. (...) Nuestros modos cristianos de ver se quebrarán para que la plenitud llegue a Dios. Por esta razón, nuestros conceptos sobre Jesucristo no pueden pretender absolutidad. (...) Todo lo que digo de Jesús está marcado por mis puntos de vista limitados y siempre condicionados por la historia de vida. Por lo tanto sólo podemos hablar de la absolutidad de Jesucristo en una nueva modestia y, al mismo tiempo, en una confianza profunda, pero no de la absolutidad del cristianismo, de cómo se muestra concretamente y de cómo se representa en su dogmatismo”.
“El cristianismo es el cumplimiento del anhelo humano, tal como se expresa en muchas religiones. Cumplimiento no es algo exclusivo sino inclusivo. No excluye a las demás religiones, sino que las incluye sin absorberlas. Y tampoco se trata de que los hombres no logren la salvación fuera del cristianismo. Creemos que todo aquél que vive de acuerdo con su conciencia, logra la salvación” (ANSELM GRÜN, La fe de los cristianos, San Pablo, 2007, 138-152).
Arbitrariamente distingue el monje benedictino entre Jesucristo, el único absoluto, y la Iglesia según su dimensión histórica y estructurada bajo el primado de Roma, negándole a ésta la absolutidad de la que sí gozaría Jesús. Su lema reza: Cristo sí, Iglesia no. Tal distinción dista enormemente de lo enseñado en el documento «Dominus Iesus», elaborado en el 2000 por el Card. Ratzinger y firmado por el entonces Papa Juan Pablo II. Un documento tan importante como «encajonado» por buena parte de la clerecía. En efecto, allí leemos:
“(...) La plenitud del misterio salvífico de Cristo [que sí sostiene Grün] pertenece también a la Iglesia [la que no acepta Grün], inseparablemente unida a su Señor. (...) Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen el único «Cristo total».
(...) Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica -radicada en la sucesión apostólica- entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia Católica[5]” (n° 16, §1, 3).
“Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma -diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo- de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades” (n° 17, §3).
Hay otra expresión bíblica que es la de “Reino de Dios”, motivo de diversas interpretaciones. Si bien Reino de Dios es, aclara “Dominus Iesus”, algo no tan claro y al parecer más general e indiferenciado[6], por lo que no es exclusivo sinónimo de Iglesia en su fase histórica, con todo,
“al considerar la relación entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia es necesario, de todas maneras, evitar acentuaciones unilaterales, como en el caso de «determinadas concepciones que intencionadamente ponen el acento sobre el Reino y se presentan como `reinocéntricas`, las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y a servir al Reino. Es una `Iglesia para los demás` -se dice- como `Cristo es el hombre para los demás`...»“ (n °19, §1).
Los teólogos progresistas en su afán por romper con la tradición buscan cambiar la sustancia de la realidad y la verdad de las cosas, para lo cual se sirven del conocido artilugio hermenéutico que consiste en transformar los conceptos para llegar, por un nuevo lenguaje, al cambio de la verdad, que al mutar ya deja por supuesto de existir como verdad. Tal principio es usado cuando hablan de la Iglesia como “Reino de Dios” o bien cuando sin nombrar a la primera apelan directamente a la noción vaga de “Reino” como realidad ética solidaria. Así, dado que -como vimos- la categoría de “Reino” es menos diferenciada y precisamente insistir en este concepto es, por lo mismo, insistir en la necesidad de trabajar por el bien de la humanidad pero sin mediar necesariamente Jesucristo, la gracia y la Iglesia en su dimensión histórico-sacramental.
Otra particularidad del lenguaje progresista es, según el punto 19, el de predicar en pro de una Iglesia “que no piensa en sí misma”. Lo mismo que exige Grün:
“En estos momentos la Iglesia gira demasiado en torno a sí misma. Lame sus propias heridas y por lo tanto es incapaz de dedicarse a las heridas de las personas” (Anselm Grün, reportaje comprometido, 154).
En semejante concepción de Iglesia como comunidad que sólo busca el bien de todos, que a nadie dice que “no” y que no profesa un credo, unos dogmas y una verdad como contenido único, los “nuevos” mártires de esta “nueva” Iglesia vienen a ser aquellos que, más allá de la fe y sin mediar necesariamente el amor por una religión, han ofrendado la vida en defensa de los derechos humanos. Mártires de la “diosa humanidad”. La nueva Iglesia de Grün canonizaría a los que se inmolaron en defensa de la dignidad humana, dignidad que no necesariamente estaría vinculada con la dignidad divina y con la tutela de una única verdad revelada y custodiada en la Iglesia Católica.
“(...) Los mártires no son un fenómeno tan sólo de la Iglesia primitiva. (...) En América Latina son frecuentemente asesinados hombres y mujeres que toman en serio el mensaje cristiano y se comprometen con los pobres” (Ibid., 130-131).
Sostiene Grün, fiel a su hermenéutica psicologista, que el martirio de los mártires “de antes” está en parte desfigurado por cierta patología histórica, propia de los “fanáticos” historiadores, por la que se revuelcan y relamen masoquista y victimariamente en la sangre de aquellos hombres.
“Los mártires de la Iglesia primitiva testificaron con su muerte la resurrección de Jesús. (...) Ante muchos relatos martiriales hoy nos sentimos incómodos. Se dice una y otra vez que los primeros cristianos iban gozosos a la muerte. Psicológicamente entrenados, [nosotros] husmeamos aquí una tendencia masoquista” (ibid.).
3. El Jesús de Grün
La teología católica enseña que Jesús, como Verbo encarnado, fue Dios desde su concepción. La teología de Grün enseña al parecer que Jesús se fue haciendo Dios sobre todo a partir de la iluminación que recibió el día de su bautismo:
“¿Cómo llega Jesús a ser Salvador? Esta es para mí una cuestión decisiva. La respuesta teológica -que él puede salvar en cuanto Hijo de Dios- no me parece suficientemente satisfactoria. Jesús no fue salvador desde el principio. Él fue desarrollando desde su interior el arquetipo de salvador. Para mí, los Evangelios señalan momentos importantes de esta proceso. El primer momento lo constituye el bautismo. [Al sumergirse en el agua] Jesús se ha sumergido en el inconsciente. Nuestra vida se seca sin la fuente del inconsciente. Es en el bautismo, y no en su nacimiento, donde Jesús toma conciencia de su verdadera identidad” (Luchar..., 204-212).
Recordemos una vez la noción clave en la antropología de Jung, el Sí-Mismo. En tal concepto Jung ve lo más perfecto del hombre, lo más trascendente, lo más divino, por ser una totalidad psíquica que incluye tanto lo luminoso como lo oscuro del ser humano, tanto lo conciente como lo inconciente, tanto la santidad como el pecado. Jesús, siempre según Jung, es una parte importante del Sí-Mismo mas no acabada, por lo que necesita de su divino hermano cuaternario, Satán.
Volvamos a Grün. Explicando el pasaje de Cristo en el desierto en el que dice que “los animales del desierto lo servían”, el discípulo de san Benito lo interpreta diciendo que:
“Jesús integra en su estancia en el desierto los dos polos: la parte animal [eso se ve, según Grün, en la expresión de san Marcos, cuando dice que `los animales lo servían en el desierto`] y la parte angelical”.
“(...) En el relato de la estancia de Jesús en el desierto hemos visto que él se reconcilió allí con sus sombras y que integró dentro de sí lo animal. El culmen de la integración se hace perceptible en la cruz. La cruz es un símbolo primordial de la unidad de todos los contrarios. En la cruz abarca Jesús todos los recintos del cosmos: la altura y la profundidad, el cielo y la tierra, la luz y la tiniebla, lo consciente y lo inconsciente, el hombre y la mujer” (Ibid.). “La Iglesia ya no puede presentarse autoritariamente, como representante exclusiva de la verdad” (Ibid., 152).